lunes, 21 de diciembre de 2009

Música de invierno.

Mientras mis dedos acariciaban las nuevas y resplandecientes cuerdas de mi guitarra, un estremecimiento recorría mi cuerpo y lo marcaba violentamente cual puñal de hielo hubiera hecho en su lugar.

El clavijero estaba sometido a una perfecta e inigualable proporción áurea; cada clavija, independiente de las demás, pero, a su vez, inacabada en soledad...los remates dorados...

Cuando pulsé la primera cuerda por vez primera reberveró un tímido eco que se apagaba conforme iban sucediéndose aquellos oníricos segundos de fantasía, uno tras otro; también ahogado por el impaciente apremio de la siguiente nota.

Cada traste era único, pero semejante al resto, la distancia, menor cuanto más se alejaba uno. Creo que se basaban en una sucesión geométrica, no lo sé. El tercero... me acuerdo perfectamente, era mi preferido, la cejilla apoyada sobre él con suavidad.

Mi primer acorde: probablemente un SolM, tal vez un DoM, o quizás un Lam, no lo recuerdo con claridad ni exactitud, lo que si que tengo claro, es que fue débil e inseguro, un poco desafinado diría yo.

Pero como infatigablemente se encargan de repetir dos grandísimas personas, las notas desafinadas dan igual, porque Dios y la Mater les dan sentido.


Caminante, no hay camino, se hace camino al andar [...]


Guitarrista, no hay melodía, se compone al soñar [...]


Aún queda un largo camino, que ha de recorrerse poco a poco...



Admira Solista.






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